» Inmigrantes ilegales, atrapados en Libia

Esta nota fue creada el sábado, 14 febrero, 2015 a las 21:31 hrs
Sección: El mundo

Misrata, Libia.- A las puertas de Misrata, una de las ciudades símbolo de la resistencia contra la dictadura del coronel Gadafi, hay una pequeña escuela que el nuevo gobierno libio ha convertido en centro de detención para inmigrantes ilegales.

Dentro de las grandes salas hay cientos de indocumentados, principalmente de África subsahariana, que han terminado en esta prisión después de las redadas de milicianos armados hasta los dientes. El sueño de llegar a Europa para encontrar una nueva vida se ha esfumado y el camino para volver a sus hogares es todavía largo.

La pequeña escuela en Alkararim, ciudad a unos treinta kilómetros de Misrata, se convirtió hace unos meses en un centro de detención para inmigrantes ilegales. Se trata de un edificio en ruinas, reparado lo mejor posible después del asedio que la región de Misrata ha sufrido a manos de las tropas de Muamar Gadafi en la revolución de 2011.

Lo que una vez fueron aulas para impartir clases, distribuidas en dos plantas, ahora son el hogar de cerca de 800 personas, entre las que se encuentran cincuenta mujeres y cinco niños.

Hombres y mujeres duermen separados. Son casi todos africanos subsaharianos, obligados a hacer una parada en Libia antes de comprar un pasaje caro y peligroso hacia la codiciada Europa a bordo de embarcaciones que caen a pedazos.

Antes de entrar a visitar a los presos, Salah Abu-Dabbus, el director del centro, tiene a bien explicar un poco la situación: “Todos los inmigrantes que se encuentran sin documentos, después de ficharlos, son conducidos a centros como éste. Tratamos de ponernos en contacto con sus embajadas para repatriarlos, pero esto a menudo lleva tiempo”.

“Cuando no podemos llegar a un acuerdo con las autoridades de sus países, los transportamos, a cargo nuestro, por tierra a la frontera sur con Níger, en el desierto, y luego desde allí se tienen que apañar solos. Si tienen prisa por volver a casa también puede comprarse un billete de avión, pero ninguno de ellos tiene suficiente dinero”, explica.

Actualmente en las zonas del sur de Libia se combate. Las diversas facciones que luchan por el poder en Libia no parecen dispuestas a dejar las armas y, en consecuencia, el traslado de los inmigrantes a la frontera con Níger se convierte en un asunto cada vez más complicado. En promedio, los más “afortunados” están presos en las cárceles libias durante al menos un mes.

La entrada al pasillo desde donde se accede a las salas llenas de prisioneros está protegida con un enorme candado de acero. Puertas con las rejillas oxidadas y ventanas sin cristales mantienen encarcelado a este ejército de desesperados.

Cientos de presos se apiñan a la entrada para entender lo que está sucediendo. Apenas advierten la presencia de una cámara, todos comienzan a gritar, con la esperanza de contar su historia y hacer un llamado a la comunidad internacional.

Hay un ruido terrible y los mayores intentan controlarlos a todos. Eligen a un portavoz, un joven senegalés llamado Mbassa, quien hace un esbozo de la situación: “La mayoría de los que estamos aquí somos senegaleses. Pero también hay hermanos de Gambia, Malí, Níger, Eritrea, Somalia y el norte de África”.

Agrega datos: “La vida aquí es muy dura. Nosotros, los hombres, seguimos adelante con dificultad. También hay mujeres y niños, y para ellos todo es obviamente mucho más difícil. ¿Cómo se puede tener el valor de encerrar a un niño aquí dentro? A los asesinos los tratan mejor”.

Mbassa, quien se graduó en economía en la Universidad de Dakar, explica que, en realidad, algunos de los habitantes de Alkararim que fueron detenidos tenían documentos regulares, pero que se los robó la policía sin ninguna explicación.

“Te apuntan con un fusil y después te hacen preguntas mirándote con desdén. Los libios son racistas. Sin pasaporte, el viaje a Europa se vuelve mucho más difícil. Nadie quiere quedarse en Libia, y los que se quedan lo hacen sólo para recaudar el dinero necesario para pagar un billete a los traficantes de personas”.

En Alkararim la noche es fría, las condiciones sanitarias son terribles y las personas enferman fácilmente. Los guardias entran en las celdas con máscara y guantes de látex por miedo a contraer alguna enfermedad.

Las autoridades libias en ocasiones reciben ayuda en forma de medicamentos de la Cruz Roja Internacional, la Media Luna Roja y de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Pero sólo hay un médico local, que paga esta última organización, que hace una ronda de visitas a todos los centros de detención para inmigrantes a lo largo de la costa este del país.

No hay ni un preso que no tosa. Parece una competición para ver quién tose más, pero por desgracia no es ficción. A todos les gustaría participar en el debate, y Fatou, un gambiano de unos treinta años, se inmiscuye con arrogancia y le roba el protagonismo a Mbassa:

“Mira qué maltrecho que está mi amigo Samba. Desde hace tres días está doblado por un dolor de estómago. Se lo hemos comunicado a los guardias, pero no lo ha visto ningún médico. No nos dan ni siquiera una aspirina.”

Da más detalles: “Hay seis baños para 800 personas: hacemos todo lo posible para tenerlos limpios, pero es imposible evitar el contagio de alguna enfermedad, especialmente para las mujeres y los niños. Tenemos que luchar hasta por un pedazo de jabón”.

Aza es una mujer joven de Eritrea que fue detenida mientras deambulaba junto a unos paisanos por las calles de la capital. “Estábamos buscando contactos con contrabandistas para el viaje de Libia a Italia, pero nos encontraron sin visado y nos arrestaron. Entramos en Libia desde Níger, atravesando no sé cuántos miles de kilómetros de desierto. A veces siento que todavía tengo arena cubriéndome la cara. Eritrea está muy lejos de aquí”.

Aza hace una pausa y sigue explicando: “No puedo pensar que nos volverán a dejar en el desierto. Alkararim es un infierno, pero ahí es aún peor. He pagado más de mil dólares para llegar a este maldito país y tengo escondido en la ropa más dinero para el viaje en barcaza”.

Pero, lamenta, “ahora todo ha terminado. He escuchado varios rumores de que en la época de Gadafi los policías disparaban por la espalda a los inmigrantes ilegales expulsados, y que se deshacían de ellos en el Sáhara. Ruego día y noche para que ya no sea así”.





           



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