Trípoli, Libia.- Chozas de chapa, barras de acero y, sobre todo, desesperación. Sobre el papel es un centro de acogida para migrantes, 50 kilómetros al sur de Trípoli, pero en realidad parece un campo de deportación.
Aquí, en el centro de Hamra, no han conseguido entrar nunca ni las cámaras ni tampoco los funcionarios de las Naciones Unidas. Y no es difícil entender el porqué.
“Estábamos en el mar, en una barcaza que iba a Italia. Los libios nos detuvieron y nos hicieron volver. Nos llevaron primero a Trípoli y luego aquí. Mi país, Somalia, está en guerra. He perdido a toda mi familia, están todos muertos. Me vi obligado a huir, quiero ir a un país civilizado”, afirma el joven Nuruddin, con la cabeza metida entre los barrotes.
“Todos los que están en esta celda –relata- estaban en las barcas cuando nos detuvieron los libios. También dispararon. El viaje de Somalia a Libia me costó ocho mil dólares, y la travesía en el mar mil 200”.
“He viajado un año entero con mucho sufrimiento con el objetivo de llegar a Europa. No puedo volver a casa. Somalia está en guerra, y para mí volver sería una sentencia de muerte. No sé qué querrán hacer conmigo los libios, pero quiero que se respeten mis derechos humanos”, insiste Nuruddin.
En estas chabolas hay tres mil almas desesperadas. Todos fueron arrestados en el mar y los arrojaron aquí como trapos sucios que hay que tirar.
Las autoridades libias los han encomendado al buen corazón de los milicianos de la Brigada N 9 Jebel Nafusa, capacitados para hacer la guerra pero que no se sienten tan cómodos cuando se trata de proporcionar asistencia humanitaria.
“Nosotros sólo deberíamos vigilarlos, pero en vez de eso nos encargamos de todo. Les damos de comer con nuestro dinero, y si alguien se pone enfermo somos nosotros quienes los llevamos al médico, porque aquí no hay ni siquiera una enfermería. La situación es insostenible, y muchas veces la tensión es altísima. Los intentos de fuga son frecuentes”, dice Abdul Hamid Shanana, el comandante de la Brigada.
“La comida no es buena. Mírame los ojos: no hay suficiente sangre. Quiero volver a mi país. Quiero salvarme. Tengo una familia en casa y tengo que cuidarla”, dice gritando, furioso, un joven maliense.
“Nosotros estábamos en casa durmiendo cuando nos detuvieron. Y no habíamos hecho nada malo. Estábamos durmiendo. Así que ¿por qué estamos aquí en la cárcel? ¿Por qué nos pegan?”, se pregunta otro maliense.
“Necesitamos ayuda, por favor, ayudadnos. Nos tienen que liberar, no mandarnos de vuelta a casa. Aquí lo pasamos muy mal, y muchos están enfermos”, pide otro chico.
El destino que les ha tocado a estos migrantes es cruel. Incluso burlón, considerando que antes de llegar aquí los hacen pasar por el zoológico de Trípoli. Es ahí donde los tienen amontonados antes de repartirlos por los 22 centros de acogida que hay por toda Libia. Animales entre los animales, rodeados de jaulas.
Said Garshalla es el comandante de la Policia Anti-Inmigración: “Los de la Brigada N 20 de Trípoli trabajamos desde hace un año como policías anti-inmigración clandestina”.
“Hemos preparado barricadas, hacemos redadas y controlamos la documentación de los extranjeros. Al que no tiene papeles lo llevamos aquí y lo identificamos. Si es un inmigrante ilegal, se queda en prisión”, explica.
“Aquí en Trípoli en el último año hemos capturado y devuelto a sus respectivos países de origen a más de seis mil inmigrantes. El 30 por ciento tenía planes de ir a Europa o ya lo había intentado. En toda Libia hay, actualmente, 50 mil inmigrantes encerrados en los centros de acogida. Querríamos mandarlos de vuelta a su país pero los libios no podemos ocuparnos solos de este problema”.
El señor Said quiere a toda costa mostrar la prisión que hay en el interior del zoo, donde terminan los inmigrantes que captura. Después insiste en enseñar a sus leones, de los cuales se siente muy orgulloso. No se da cuenta de que los trata mejor que a los inmigrantes que caza.
“La inmigración ilegal es una plaga que hay que combatir sin tantos escrúpulos. Soy consciente de que en el tráfico también hay involucrados ciudadanos libios, pero a los libios no los podemos arrestar a menos que los pillemos in fraganti. Y también en este caso salen airosos fácilmente”.
Son buenos tiempos para los traficantes de personas, porque debido a la fuga que hubo después de la guerra civil, Libia vuelve a ser tierra de inmigración. Algunos se quedan, pero la mayoría se van.
“Es un negocio como cualquier otro, no veo nada malo. Claro que lo hacemos por dinero. Aquí en Zuwarah no hay muchas oportunidades de trabajo y siempre hay gente que necesita irse. En el fondo, somos como una agencia turística que ofrece viajes low cost”, dice un contrabandista de migrantes que se niega a ser grabado o fotografiado.
Nadie quiere que lo graben a cara descubierta, pero en Zuwarah, a medio camino entre Trípoli y la frontera con Túnez, el tráfico de migrantes no es una vergüenza. En los tiempos de Gadafi no había ni una familia que no estuviese involucrada. Ahora es un poco diferente y hay que ser más prudente.
“Nosotros ofrecemos las barcazas. Quien lo organiza son los extranjeros: egipcios, tunecinos. A menudo son los propios inmigrantes los que quieren irse a toda costa aunque el mar no sea seguro. Yo organizo viajes solo en verano, no mando a la gente a morir. Pero también los hay que no tienen escrúpulos”.