Brasilia.- El Partido de los Trabajadores (PT) fundado en Brasil por Luiz Inácio Lula da Silva, cuando la dictadura cesarista y autoritaria de los mariscales y generales iba en declive hacia 1980 -a tres lustros del golpe de Estado contra Joao Goulart en abril de 1964-, corre como organización política los mismos riesgos del gobierno de Dilma Rousseff.
Esa posibilidad quedó abierta al ver a las multitudes desfilar iracundas el 15 de marzo último, pidiendo el encarcelamiento de los principales dirigentes petistas y juicio político de quien, electa en octubre de 2014, detenta el mandato de una nación que no sale de su asombro por los descomunales ilícitos en la compañía Petrobras y los daños colaterales que ha provocado su escándalo de corrupción.
Como dicen los politólogos que ven desde fuera la situación, el PT estaba “borrado”, desaparecido de la protesta, como ocurrió dos días antes, cuando la Central Única de los Trabajadores (CUT), el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) y la Unión Nacional de los Estudiantes (UNE) organizaron una manifestación a favor de la mandataria.
Marcharon en apoyo de Dilma, pese a las medidas de ajuste fiscal adoptadas por Joaquim Levy, su ministro de Economía, a quien cientos de miles de brasileños insultaron hasta cansarse por la ortodoxia draconiana aplicada que, inmisericorde, ya deja ver sus efectos en los más diversos sectores de la nación.
Las manifestaciones antigubernamentales, promovidas intensamente a través de las redes sociales, con banderas verdes y amarillas que contenían frases elocuentes pintadas en negro, demandaban el fin de la corrupción, la destitución de la presidenta e incluso dos peticiones temerarias: la intervención militar y la vuelta de la dictadura.
También hay los desilusionados, los que ya no salen a las calles empuñando las banderas rojinegras del PT; pero tampoco quienes acuden al llamado de las fuerzas desafectas al gobierno, que señalan que el PT y otros partidos han perdido la capacidad de representar un proyecto favorable a las clases medias y a una izquierda que dejó de sentirse heredera del “petismo-lulismo” que ha gobernado desde 2003
Existen dudas sobre el tema del Brasil polarizado, dado que, desde antes de ese año, y como se comprobó en las dos vueltas electorales de octubre de 2014, el país estaba dividido en dos polos opuestos y claros, entre ricos y pobres, entre ciudadanos contrarios a la corrupción y los beneficiados por ella, como los funcionarios de Petrobras y los empresarios que los corrompieron.
O entre los que están a favor y los que están en contra del gobierno de Dilma Rousseff, el PT y la coalición de partidos que dos veces la llevó al Palacio de Planalto, convencidos éstos de que el asunto de la polarización sirve a intereses que no terminan por identificar.
Sin embargo, como apunta el Global Financial Integrity Report al deslizar la posibilidad de que Brasil haya entrado en un “colapso de gobernabilidad”, el tema polarizante puede fallar a la hora de interpretar la actual realidad del país, incluso con la petición de la destitución presidencial, como ocurrió con Fernando Collor de Mello en 1992.
Aquí hay un abismo de diferencia y son necesarias algunas consideraciones numéricas, pues aunque en la segunda vuelta de las elecciones de 2014 Dilma Rousseff ganó con 54.501.118 votos contra 51.041.155 de Aécio Neves, no hay duda de que ella obtuvo la victoria y, en pocas palabras, fue democráticamente electa.
El hecho de que una cuarta parte de los habitantes de Brasil sufragaran por ella, el PT y sus aliados, debe respetarse por encima de todo, sin que haya argumentos para el juicio político y la consecuente destitución, algo que no puede ni debe manipularse, ni siquiera en discursos o protestas, a pesar de quienes no les haya gustado el resultado o se hayan arrepentido de votar por quien lo hicieron.
Los inconformes tendrán que esperar a los próximos comicios pues, como han referido observadores electorales, los resultados también valen cuando no gustan, e intentar lo contrario, sin base legal, es para golpistas de ultraderecha, como muchos de los que mostraron sus pancartas el 15 de marzo de 2015.
Ésos, irresponsables o ignorantes, seguramente añoran a los militares que apresaron a Dilma Rousseff cuando en 1969, con 22 años de edad, interrogada bajo refinados métodos de tortura por su participación en la oposición armada, jamás imaginó que –con el apoyo de Lula da Silva y el PT- llegaría a ser la primera presidenta constitucional de la República Federativa de Brasil.