Brasilia.- Eran las cuatro de la tarde del viernes 16 de enero de 1970 cuando, al salir de un local ubicado en la esquina de la avenida Augusta y la calle Martins Fontes del centro de Sao Paulo, Dilma Rousseff, militante de la Vanguardia Armada Revolucionaria-Palmares, fue detectada y detenida por un grupo de agentes del régimen militar brasileño vestidos de civil.
En las tres semanas siguientes, quien llegaría a la presidencia de Brasil el 1 de enero de 2011, iba a conocer el infierno de la tortura al cruzar la puerta del edificio que albergaba en la calle Tutóia los cuarteles de policía, sin que pudiera volver a caminar libremente luego de pasar dos años y diez meses en el presidio “Tiradentes” de la dictadura.
Como lo registró Ricardo Batista Amaral en “A vida quer é corajem” (“La vida requiere coraje”, editorial Primeira Pessoa, Brasilia, 2011) -libro que traza la trayectoria política de Dilma Rousseff-, el miedo de no soportar la violencia y traicionar a sus compañeros era parte de su angustia.
No delató a ninguno de ellos, porque logró engañar a sus torturadores –el capitán Benoni de Arruda Albernaz (citado 15 veces por cargos de violencia contra los presos políticos en auditorías militares, según el libro “Tortura nunca mais” y su asistente Tomás, cuyo apellido no recuerda-, en lo que, según sus propias palabras, eran juegos de “resistencia psíquica”.
“Mentir en una situación así –dijo en una entrevista con Luiz Maklouf Carvalho- es extremadamente difícil porque delante de la tortura nos encaramos a nosotros mismos, con debilidades y miedos. Vemos nuestro peor lado, el más frágil y desprotegido”.
La única vez que Dilma habló de manera detallada sobre las torturas que padeció fue a finales de 2003, cuando Maklouf Carvalho la buscó para corregir y actualizar su libro “Mujeres que fueron a la lucha armada”, publicado en 1998, uno de cuyos fragmentos fue retomado por el periódico Folha de Sao Paulo el 21 de junio de 2005, cuando Luiz Inácio Lula da Silva la nombró jefa de la Casa Civil.
En la parte introductoria de ese diálogo, Dilma dijo que entró al patio de la sede de la Operación Bandeirantes, desde donde le comenzaron a gritar: “¡Mata!”, “¡Quítate la ropa!”, “¡Terrorista!”.
“La peor cosa que tiene la tortura –añadió- es la espera, esperar para ser torturada. Recuerdo el piso del baño de mosaico blanco con costras de sangre, suciedad y un mal olor que impregna todo”.
-¿Por dónde comenzó la tortura?, cuestionó Maklouf.
“Con bofetadas, me dieron muchas bofetadas con las palmas de las manos”.
-¿Quién torturaba?
“Albernaz y su sustituto, Tomás, sin que sepa su nombre de guerra. Albernaz me golpeaba y daba puñetazos. Así comenzaba a interrogar, y si no le gustaban las respuestas daba más golpes. Después de esas sesiones fui llevada al pau de arara”. (Éste –“palo de guacamaya”, en español- consiste el colgar al preso por detrás de las rodillas, subiéndolo, con las manos atadas a los pies).
-¿Hay más para recordar?
“Me quitaron la parte de arriba de la ropa y me colocaron en el pau de arara. Ahí comencé a perder la circulación. Luego me bajaron y me quitaron toda la ropa, y luego me volvieron a subir”.
-¿Hubo choques eléctricos en los genitales, como solía ocurrir?
“No hicieron eso; pero me dieron choques, muchos choques eléctricos. Recuerdo que en los primeros días tenía agotamiento físico, me quería desmayar, no aguantaba más tantos choques. Comencé a tener hemorragias”.
-¿Dónde eran esos choques?
“En todas partes: en los pies, en las manos, en la parte interna de las piernas, en las orejas. En la cabeza es un horror. En la punta de los senos, donde colocaban algo que los aseguraba. Ahí, uno se orina y se defeca”.
Los interrogatorios aplicados por los torturadores a Dilma Rousseff y a sus compañeros detenidos en las redadas que permanentemente hacían los elementos militares con apoyo de las policías estatales continuaron antes, durante y después del gobierno del general Emilio Garrastazú Médici, entre 1970 y 1974, al cumplirse el décimo aniversario del golpe que, hasta 1985, había cancelado la democracia en Brasil.