Brasilia.- Los problemas de Brasil -con un gobierno de izquierda calificado de “disfuncional” e inserto en un “colapso de gobernabilidad”-, tienen solución, y tales términos son rechazados por la Presidencia del país, ante las variantes de una crisis provocada en diferentes frentes políticos, sociales y económicos.
Se ponen como ejemplos el esquema de corrupción en Petrobras descubierto en 2014, la renuncia de Cid Gómes como ministro de Educación el pasado 18 de marzo, y el permanente enfrentamiento entre el Poder Ejecutivo y el Congreso, como resultado de unas elecciones que condujeron a una discutible polarización nacional.
Éste último tema es debatido seriamente, porque no debe olvidarse que 37 millones 279 mil 085 brasileños no eligieron ni a Dilma Rousseff ni a Aécio Neves, sino que anularon su boleta, votaron en blanco o, la mayoría de ellos, se abstuvieron de sufragar.
Esos millones de ciudadanos no se sintieron representados por ninguno de los dos candidatos por las más diversas razones, de las izquierdas moderadas y radicales, y también por la derecha que no se atreve a decir su nombre, incluidos los peticionarios de la salida de los militares de los cuarteles, como en 1964.
Además de las divisiones entre los que se colocarían a un lado o a otro del espectro ideológico, hay protagonistas políticos que caminan por el centro, que no están “ni con melón ni con sandía”, ni son “chicha ni limonada”, como se dice coloquialmente en México y en otros países de América Latina, sin que se entienda el papel que desempeñan.
También es arriesgado creer que, quienes estaban en las protestas del 15 de marzo pasado eran electores de Aécio Neves, nieto de Tancredo Neves, representante de una clase política conocida por su rapacidad y enorme capacidad de mimetizarse con el mejor de los disfraces, carnavalescos o no.
“La calle es, históricamente, el territorio de las incertidumbres y de lo incontrolable”, dice José Luis Ayala Mares, al reflexionar desde su condición de empresario constructor la evolución o involución de una sociedad cambiante como pocas.
En su análisis –conocedor de los vaivenes políticos de Brasil y otros países latinoamericanos que ha visitado-, Ayala Mares dice que hay lastres en la realidad para afirmar que, una parte de los que solamente se unieron a Dilma Rousseff en la segunda vuelta, la integraba gente que creía en dos tesis ampliamente esgrimidas en redes sociales la víspera de la votación.
Una es que Dilma, preocupada por haber ganado las elecciones por escaso margen, en caso de victoria haría un “giro a la izquierda” y retomaría las antiguas banderas que hicieron del Partido de los Trabajadores (PT) una organización política radical.
Y otra, la de votar por Dilma “para mantener las conquistas sociales” y “evitar el mal mayor”, entonces representado por Aécio Neves y por el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB).
Para éstos, Dilma Rousseff no era la mejor opción, sino la menos mala para Brasil, y quien pretendía votar en blanco, anular el voto o abstenerse, sería un traidor a la izquierda, al país y al pueblo brasileño.
La víspera de ambas vueltas en los comicios del 5 y el 26 de octubre de 2014, esas acusaciones ensancharon la división entre una ciudadanía que, hasta el último momento, estaba unida por las mismas causas.
Es lógico pensar que una parte significativa de los que se unieron a Dilma sólo en la segunda vuelta, y que o bien esperaban un “giro a la izquierda” o “evitar el mal mayor” o ambos, se decepcionasen con el resultado de su voto después de la elección.
A la hora de la conformación del gabinete presidencial, Dilma Rousseff designó a la latifundista Kátia Abreu en Agricultura y al neoliberal Joaquim Levy en Economía, ambos representantes de la derecha del cuadro político brasileño, cuyas primeras medidas empezaron a afectar los derechos de campesinos y trabajadores.
Si la elección se hubiese realizado al empezar a descubrirse uno tras otro los latrocinios en Petrobras –que llevaron a la renuncia de su presidenta, Gracia Foster, y al nombramiento de Aldemir Bendine como su sustituto-, es probable que mucho menos brasileños votaran por ella nuevamente.
Los arrepentidos de la izquierda aumentarían el número de electores que, por las más diversas razones, votaron en blanco, anularon su voto o se abstuvieron, convirtiéndose así en los no representados por Dilma Rousseff y por el PT, aunque tampoco por Aécio Neves y el PSDB.
Los izquierdistas “arrepentidos” y aquéllos que ni siquiera pensaron en votar por Rousseff o Neves porque se situaban a la izquierda de ambos, tampoco se sintieron identificados con grupos que protestaron contra el gobierno, en la mayor manifestación de inconformidad realizada desde 1985, cuando se fueron los militares y volvió la democracia representativa con José Sarney.
Para éstos, no existió la más mínima posibilidad de inclinarse, por ejemplo, a favor del diputado federal Jair Bolsonaro del ultraderechista Partido Progressista (PP), defensor de la tortura y de la dictadura militar, machista, homofóbico y reaccionario, ajeno a quienes se precian de ser ciudadanos de una nación que, disfuncional o no, pertenece al concierto democrático latinoamericano.